jueves, 6 de octubre de 2011
A contrarreloj
Por fin aterrizó el avión. Al notar las ruedas deslizar sobre el asfalto, encendió el móvil y llamó para preguntar en la habitación de qué hospital estaba. Nada más obtuvo la información colgó y empezó a correr por el aeropuerto. Ni si quiera preguntó qué tal estaba, el reloj seguía avanzando y tenía que verla. Dejó allí su equipaje. No podía entretenerse con nimiedades.
Esquivaba cada una de las personas que estorbaba su fiera cabalgada por aquella infinita terminal en busca de un taxi. Subió al primero que vio y le gritó al hombre la dirección y la velocidad con la que se debía dirigir al hospital. Inquieto, miraba por la ventanilla rezando para que todos los semáforos permanecieran en verde. El taxista trataba de preguntarle cosas, pero su cabeza recordaba el día en que ella le dio la noticia. Recordaba como el terror le dominó durante un tiempo hasta que comprendió su responsabilidad y que tenía que hacerle a ella ese periodo lo más placentero posible.
Bajó la ventanilla para que su sofocado cuerpo adquiriera una temperatura razonable. Un enorme atasco entorpecía su llegada al hospital. No podía estar allí parado esperando, tenía que llegar ya. Le pagó al taxista lo más rápido que pudo y se puso a correr. Sus piernas le prometieron ser el hombre más rápido del mundo, sus pulmones estaban preparados para coger todo el oxígeno que requería la situación y, su corazón, ser el mejor director de aquella orquesta que tenía que ser más armónica que nunca.
Corría entre la marabunta de personas de aquella ciudad. La gente le veía venir y se apartaba. Ellos sabían que era capaz de saltarlos si hacía falta. A lo lejos vio una floristería y cogió un ramo de preciosas flores amarillas. Lo recogió a toda velocidad, como el velocista que coge el último testigo para ganar la carrera más importante de su vida. Aquella carrera que ha estado preparando desde su más tierna infancia. Aquella que ha soñado desde que tiene uso de razón. Los pétalos de esas preciosas flores caían muy despacio, no tenían tanta prisa como ese desesperado hombre.
Su pecho marcaba la dirección, sus piernas (fieles a su promesa) no cesaban y sus largos brazos se balanceaban con la fuerza de una locomotora a vapor. Su cabeza no paraba de recordar las numerosas conversaciones sobre ese prematuro momento. Se había estado preparando durante mucho tiempo, pero no era fácil. No había tiempo para pensar en ello. Debía llegar al hospital para verla inmediatamente…
Lo divisó a lo lejos y cruzó las calles entre los coches. No era consciente de qué estaba haciendo. Allí estaba su destino, no tenía un segundo que perder. Ni si quiera se daba cuenta de la cantidad de insultos que recibía ni del ensordecedor sonido de los cláxones. Allí estaba ella…
Subió las ocho plantas saltando los peldaños de dos en dos. No entendía cómo era capaz de todo eso. Le sobraba energía… le faltaba tiempo. En su mente estaban todos aquellos recuerdos que precedían ese momento, no le frenaban, le hacían aún más rápido. Abrió la puerta del pasillo de golpe creando un estruendo en la silenciosa octava planta.
Al fondo divisó el final del trayecto. Era la habitación 822. El ramo de flores estaba destrozado. Los pétalos seguían cayendo, pero él no se detenía. Corría ante la atónita mirada de todos aquellos que estaban de pie, parados, observando a un hombre desesperado meciendo un ramo de flores moribundas con su mano derecha. Esquivando camillas, enfermos, médicos… por fin llego a su habitación. Millones de veces había imaginado cuál sería su reacción ante ella, pero ni por asomo era así.
Por fin se detuvo. Se quedó en la puerta de la habitación 822 observándola. Soltó el maltrecho ramo de flores, arrancando así los últimos pétalos débiles. Apartó su flequillo a un lado y se quedó mirándola. Allí estaba ella, enroscada en una enorme manta rosa.
La miró fijamente y de sus ojos empezaron a brotar lágrimas que entumecían sus sonrojadas mejillas. Entró sin hacer ruido y se quedó mirando de cerca su recién estrenada cara. La cogió la primera de una infinidad de veces, e inspiró fuertemente aquella nueva fragancia que marcaría su vida, mientras acariciaba la piel más suave que jamás había sentido.
Aquellas lágrimas se convirtieron en un profundo mar. No podía dejar de llorar al contemplar esa maravilla. No solo había creado vida, sino que se la dio a la mayor preciosidad de todo el mundo. Todos los temores desaparecieron con ese pequeño ser de apenas 46 cm. Era consciente que no existía nada capaz de detenerle con esa divinidad entre sus brazos.
El llanto no cesaba. Las lágrimas, como expresión de felicidad, no le dejaba contemplarla del todo bien. No podía hablar, la emoción le invadió por completo, pero le susurró al oído que le haría la persona más feliz del mundo y que se iba a dejar la piel por ella en cada segundo de su vida.
Comprendió así el sentido de su existencia. He nacido para ver a este ser crecer, pensaba él en un estado de felicidad absoluta. Sus lágrimas desentonaban con su enorme sonrisa y su cansado cuerpo. Se sentó en el butacón que había junto a su mujer dormida y se reclinó depositando su bien más preciado sobre su pecho mientras intentaba parar el tiempo para siempre.
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